sábado, 26 de enero de 2013

End of the Saga

Cartel anunciador de Patrimonio
Nacional
 (1980)

Se trata, posiblemente, de uno de los esperpentos más divertidos que he visto en mi vida. Una astracanada con intención de ser una bomba de relojería, pero que desgraciadamente -y es mi opinión personal- no llega a los niveles de su predecesora, La Escopeta Nacional (1977), en la que Luis García Berlanga (impagable su clásico Bienvenido, Mister Marshall de 1952) caricaturiza a una sociedad española que está viviendo ya la época del tardofranquismo. Sin embargo, Patrimonio Nacional (1980), siendo como es una caricatura y como tal burlesca y excesiva, no deja de tener su gracia. Sé que posiblemente estas afirmaciones molesten a más de uno, pero ¿qué quieren? si no soy sincero conmigo mismo, al fin y al cabo, ¿con quién voy a serlo? A mí la verdad es que me hace mucha, pero que mucha gracia. Y se la recomiendo, claro.
En cualquier caso, las peripecias de este marqués de Leguineche tronado, histriónico, procaz pero a la vez enternecido -¡Qué buen trabajo hizo encarnándolo Luis Escobar, por cierto marqués de las Marismas del Guadalquivir!- creo que describen la forma distorsionada que buena parte del público tiene a la hora de ver (o de mirar, que no es lo mismo) a la aristocracia; aunque en este caso se trate sólo de nobleza, ya que la aristocracia, sea noble o no, siempre está en la cima de la sociedad; y los protagonistas de la irónica cinta de Berlanga han dejado de formar parte de ella. Precisamente, los Leguineche son la caricatura de una aristocracia que ha dejado de serlo, al no tener ya poder, peso o relevancia algunas; y que finalmente culmina su carrera como una atracción casi de feria: impagable también esa última escena con el condesito inútil y talludo, el decrépito marqués y los perros de atrezzo, mientras el guía anuncia ante los imposibles visitantes japoneses que se encuentran ante "the end of the saga": el fin de la historia, en este caso de la historia familiar.
¿Pero es cierto este final de la aristocracia? Realmente no, ya que la verdadera aristocracia siempre está reinventándose: hago mía la expresión del maestro Soria Mesa, que -tal vez sin quererlo- da comienzo a su Nobleza en la España Moderna... (2007) con lo que parece un premeditado planto (Ubi sunt?) acerca del destino de aquellos linajes nobiliarios desaparecidos hoy de la primera escena del teatro de la Historia, y sustituidos por otros, afortunados ellos, que han recibido tanto el nombre como los activos de los periclitados. Este hecho se nos aclara en la segunda parte del título de dicha obra: Cambio y continuidad. Y estas dos palabras, que debemos agradecer al doctor Soria, son la clave, la verdadera esencia, el quid en suma de la razón de ser de la aristocracia: siempre reinventándose, siempre renovándose, siempre mutando al signo de los tiempos. Por eso respondo aquí a un amigo, que hace un día me preguntaba en esas demoníacas redes sociales sobre si nobleza y aristocracia son lo mismo.

Un noble (y aristócrata) que ciertamente
mandaba: el conde duque de Olivares,
por Velázquez

Pues no, claro que no; en el pasado, el noble era aristócrata (o la aristocracia estaba compuesta por nobles), porque eran quienes dirigían a la sociedad. Esta realidad pasada se ha visto sustituida por la presente: hoy, sonrientes, pimpantes y morenos financieros llevan a nuestro mundo hacia donde nadie sabe; y el noble ya no es tal -al menos legalmente- desde la confusión de estados: en España, hablamos de 1836. Hace pocos días, tomando una copa con un par de buenos amigos -y que pertenecen por cierto a una corporación nobiliaria más que prestigiosa- uno de ellos me apuntaba que le daría cierto reparo presentarnos a algún pariente suyo, de límpido pedigree, pero que no sería capaz de mantener una mínima conversación con cierta altura. Hoy, noble puede ser el encargado de la gasolinera que llena tu depósito en Laguna de Cameros; pero aristócrata, mi querido amigo, lo será con mayor certeza el presidente de tu banco.
Nota bene: Seguiremos hablando de este apasionante tema, claro está; pero debo antes agradecerles que a lo largo de su primer día de vida, este blog haya tenido casi seiscientas visitas. Sigan ustedes así, hagan el favor. Y para agradecérselo, y hacer su paseo por esta página lo más grato y relajante posible, ¿qué mejor que una bellísima sintonía de vihuela española? La Canción del Emperador, de Luis de Narváez; espero que la disfruten como es debido, porque será, a lo largo de su vida (dure esta lo que dure) la banda sonora de este blog.

Imago Nobilitatis

William Larkin, Grey Brydges, V barón Chandos (c. 1615).

En la entrada anterior, me preguntaba en voz alta si existía una economía aristocrática. Hoy me tocará preguntarme si existe una imagen de la aristocracia, una imago nobilitatis -tal es el título de esta entrada-, y obviamente creo que he de responder que sí.
Aunque dedicaré muchas veces mi atención en el futuro al ejercicio de valorar, en sucesivas épocas y civilizaciones, la imagen ideal de la aristocracia (desde los arcaicos patritii romanos hasta los idealizados retratos ochocentistas de John Singer Sargent), quiero hoy dar algunas noticias acerca de la obra de un pintor que consiguió captar con sus pinceladas lo que podríamos definir como perfectos iconos aristocráticos: se trata de William Larkin, activo desde 1609 hasta su fallecimiento diez años más tarde, y que nos regaló una perfecta y embellecida imaginería de la aristocracia jacobita, contemporánea (como su nombre indica) al reinado de Jaime I Estuardo, rey de Inglaterra (1566-1625). En ellos, la figura del aristócrata -sea este de género masculino o femenino, o incluso indefinido, dada la fama del peculiar Estuardo- es simplemente una excusa para mostrar, a través de un intrincado juego de encajes, botonaduras, hebillas y elementos decorativos un elemento ideológico esencial: la dignitas, la dignidad. Porque, ¿qué es de una aristocracia sin dignidad?

Richard Sackville, III conde de Dorset (1613).

Larkin, a lo largo de los diez años en los que podemos fijar su producción, elaboró un número aproximado de unos cuarenta retratos: la mayoría de cuerpo entero, nos muestran a una nobleza cortesana reflejada ante sí misma y ante la posteridad tal y como ellos deseaban y esperaban verse, inmortalizados en el lienzo para siempre, reliquias vivas de sus momentos de esplendor petrificadas ante siglos de inmortalidad. No podemos definirlos como retratos psicológicos, ya que (salvo alguna excepción muy concreta que traigo a esta entrada: el retrato del V barón Chandos, que llevó una vida decididamente extravagante, por lo que recibió el apodo de Rey de los Cotswolds) las expresiones y las facciones quedan finalmente sepultadas bajo el peso de los tapices, las alfombras y los brocados; pero eso no debe importarnos. Al fin y al cabo, queda lo que Larkin quería: la imagen, la esencia, de lo que es la aristocracia; estos personajes eternamente inmóviles son uno de los mejores ejemplos de ello que conozco.
Nota bene: no puedo dejar de recomendar la extraordinaria obra de Roy Strong William Larkin: Vanidades jacobinas, editada a un desmesurado precio (300€) por el asimismo desmesurado editor Franco Maria Ricci, al que por cierto dedicaré una entrada futura en este blog. Años atrás, no pude resistirme a su adquisición; y hoy -al precio que va, no queda otro remedio- la custodio con mimo en la biblioteca de mi casa.

viernes, 25 de enero de 2013

¿Existe una economía aristocrática?

Antonio de Pereda, c. 1650: El sueño del caballero.
Real Academia de Bellas Artes de san Fernando, Madrid

Se trata de una pregunta ciertamente difícil de responder. ¿Qué entendemos por la práctica de una economía aristocrática? En el pasado, las cosas podían parecer, tal vez, mucho más sencillas: en el mundo antiguo, cuya economía era rural en muy buena parte, la riqueza se asociaba a la posesión de tierras (para acceder a los escalones superiores de la sociedad, en la Roma clásica era necesario poseer bienes inmuebles y tierras en el Lacio por valor de 500.000 o de 1.000.000 de sestertii para acceder a la nómina de las clases privilegiadas), lo que a su vez conllevaba la posesión de animales de labor y trabajadores para cultivarlas. Eso no quiere decir que esta aristocracia romana (entendida in extenso, es decir, en todo el mundo romano), no interviniera activamente en prácticas comerciales que contribuyeron sensiblemente a asentarla como una élite social indiscutible, incluyendo entre ellas el flete de buques, el préstamo o el crédito usurarios: son famosas la tacañería de Bruto, o las habilidades financieras de Cicerón o Séneca. Este modelo económico se vería alterado en un mundo medieval volcado -en cuanto a la producción de la riqueza- en el más estrecho ámbito del feudo, y en donde la hacienda estaba en buena parte determinada por la producción que generaba un cuasi autosuficiente señorío. Más tarde, con la revolución urbana que se desatará en la Plena y Baja Edad Media, la nobleza recordará la práctica del comercio, haciendo que en algunos territorios sea difícil distinguir entre una aristocratizada y rica burguesía y una nobleza ya urbana que compite con aquella a la hora de practicar las habilidades que la dotarían de una cómoda seguridad económica: tan sólo miremos a Flandes o a Florencia.
Los nuevos confines del mundo que se intuyen en 1492 y que se delimitan en décadas siguientes hacen que esta aristocracia que ya ha probado y gustado del sabor del dinero participe a su vez en nuevos y arriesgados negocios: el comercio internacional y ultramarino será la pista de despegue para múltiples y nuevas aristocracias, que se irán consolidando en los siglos XVI, XVII y XVIII: los tratos americanos de la nobleza castellana y los negocios de buena parte de la alta aristocracia inglesa (que invertirá en productos de riesgo como el comercio con los nuevos espacios coloniales británicos, caso de los asentamientos comerciales en la India, exultantes de canela, pimienta y jengibre) serán buenos ejemplos que avalan este aserto. Y esta capacidad de reinvención, de renovación, este éxito evidente se consolidará con una Revolución Industrial que hará acceder al estamento a una burguesía industriosa y calvinista, devota del orden, la ganancia y el trabajo, que hará su fortuna con herramientas tales como el telar de lanzadera, el carbón o los ferrocarriles (un inciso: acerca de este período, ¿qué mejor paradigma que el linaje de los Rothschild? Un acceso a los archivos del banco Rothschild frères, aquí). Hoy, parece que la banca y el mercado financiero son los nuevos motores de esta economía aristocrática -y por ello mismo reservada a unos pocos; con lo que se hace más patente todavía  el concepto de aristoi.

El barón James Mayer de Rothschild
(1792-1868)

Pero, ¿podemos simplificar, tal y como yo lo he hecho en líneas anteriores, compartimentando tan claramente estos estadios económicos de la aristocracia? En realidad, yo creo que no. En un momento en el que en Castilla era primordial, para afirmar el carácter nobiliario de un linaje, que este no estuviera manchado por el ejercicio del comercio, yo he visto a un noble intervenir activamente en las reuniones de los mercaderes, uno más entre ellos, y negociar a cara de perro sus ganancias con sus corresponsales al otro lado del océano. También he visto como una familia flamenca, asentada por los mismos años en el sur de España, procuraba demostrar para obtener un honor más que deseado que las evidentes ganancias que obtenían en el comercio de la lana procedían de las rentas que les proporcionaban sus mayorazgos. Dos generaciones antes, sin embargo, un miembro de un linaje similar y coetáneo vendía cuentas y abalorios por las calles (su nieto sería el primer poseedor de un título nobiliario, sólo cincuenta años después). Y en el caso de otra alcuña aristocrática, su dinero se había conseguido gracias a los abundantes réditos que proporcionaba el tráfico de esclavos.
¿Existe, por tanto, una economía aristocrática? ¿Cómo puede el aristócrata conseguir los necesarios ingresos que le permitan mantener su posición? ¿Hay fuentes de ingresos vedadas para los miembros del estamento, al no ser dignas o morales? Hago mías las palabras de don Bernabé Moreno de Vargas, que escribía en el primer cuarto del siglo XVII sus Discursos de la Nobleza de España: "la nobleza sin hacienda es cosa muerta". Así de claro, así de concreto. Por ello, para mantener dicha condición es necesaria tal hacienda. Y por ello también, no pocas veces se miraría hacia otro lado a la hora de valorar de dónde había venido la riqueza. Pero seguiremos hablando de esto en un futuro; lo dejamos aquí por hoy. Y no me olvido: en breve plazo hablaremos de esos virreyes sicilianos que tenemos pendientes.

jueves, 24 de enero de 2013

Dos visiones sobre un mismo caso: Lampedusa y De Roberto (I)

Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa

Desgraciadamente, no consigo recordar el momento en el que por primera vez leí El Gatopardo, la obra -publicada póstumamente, como la totalidad de su escasa producción- de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa (1896-1957). Sí recuerdo, sin embargo, que una vez finalicé su lectura tuve bien claro que esa obra sería una de mis favoritas para siempre; y que Lampedusa pasaría a mi Olimpo particular de grandes escritores de la Literatura (o al menos, de mi Literatura). A partir de ahí, atesoré sucesivas ediciones críticas de la obra -la última, publicada por Alianza Editorial en 2010, incorpora algunos apéndices añadidos de interés, y depura la edición original de una serie de recortes absurdos e injustificados-, con el fin de conocer, al menos hasta lo que por entonces era posible, el trasfondo que impulsó a Tomasi a escribir ese maravilloso texto. Este trasfondo pude conocerlo con mucho más detalle tras hacerme con la muy cuidada edición en español (Siruela, cómo no) del estudio firmado por David Gilmour sobre el príncipe escritor, El último Gatopardo: vida de Giuseppe di Lampedusa; una exquisita biografía en la que conseguí aproximarme mucho más eficazmente a la personalidad, sin duda muy singular, del taciturno y peculiar aristócrata siciliano.
Puedo añadir a esta particular colección la breve semblanza -un boceto, un apunte- que de Lampedusa realizó Javier Marías en sus Vidas Escritas, "Giuseppe Tomasi di Lampedusa en clase" (Siruela), también notablemente grata de leer. Una alegría posterior me la deparó la editorial Edhasa, al editar una colección de relatos breves, nunca publicados (destaco entre ellos el germen de una futura novela inconclusa, que cercenó la muerte: Los gatitos ciegos, I gattini ciechi, que iba a ser el relato de la ascensión de una familia burguesa a lo largo de la historia de la Sicilia contemporánea). Han sido editados también sus apuntes sobre Stendhal, su admirado autor francés, que concibió en el contexto de unas selectas clases de literatura que impartió en su momento a algunos escasos -y qué privilegiados, Dios mío- alumnos.
Pero lógicamente es El Gatopardo la obra que le hace inmortal: la historia de la decadencia de una familia noble siciliana, desde el Risorgimento hasta el comienzo del siglo XX: es inolvidable la figura del príncipe (principón) de Salina, trasunto del bisabuelo del autor, que con extraordinaria lucidez y un spleen casi británico es testigo de la caída de un mundo que ha llegado a convertirse en obsoleto; y son asimismo fuertes y precisas las pinceladas con las que dibuja al oportunista (y listísimo) Tancredi, sobrino del aristócrata ("que todo cambie, para que todo siga igual"), o al jesuita padre Pirrone, que procede de un mundo bien distinto al de estos exquisitos aristócratas, aunque trate de descifrarlos y de comprenderlos con ahinco.

Burt Lancaster como el príncipe Fabrizio de Salina (1963)

No quiero decir más sobre esta novela, porque lo que pretendo es instar a su lectura: se trata de una maravillosa obra -de principio a fin- sobre las mil formas de adaptación, supervivencia y transformación de la aristocracia; y de un texto deliciosamente crepuscular, imbuido de una nostalgia dulce en cada una de sus páginas. Imagino que ustedes  lo conocerán, o lo habrán leído: caso contrario, es de obligada lectura. Y he de destacar también la adaptación al cine que realizó el más que exquisito Luchino Visconti en 1963: el trío Burt Lancaster-Alain Delon-Claudia Cardinale merece una mención honorífica en toda enciclopedia del séptimo arte. Me quedo de ella con una escena: cómo, al principio de la película, Lancaster -que había sido trapecista de circo- dobla un pañuelo para meterlo en el bolsillo: toda la vida he querido doblar los pañuelos así. Si alguien me preguntara cuál es la imagen perfecta de un aristócrata creo también que diría que esa: hay, por tanto, que ver esa película inevitablemente (y gozar con ella).
Y de esta decadencia de la aristocracia sícula también nos hablaría, en su obra Los Virreyes (I Vicerè), un contemporáneo de Lampedusa, Federico de Roberto, cuya visión del mismo problema no compartía en absoluto el príncipe siciliano... pero de esta cuestión hablaré en una próxima entrada; ya está bien por hoy. ¿O no?.

Como digo, un divertimento académico

Anton Rafael Mengs: Fernando IV, rey de Nápoles, detalle (1760)
Museo del Prado, Madrid

Bienvenidos. Comienzo hoy un nuevo camino con el deseo de hacer llegar a los lectores de este blog diversas consideraciones acerca de un estamento al que, como historiador social que soy, dedico el principal objeto de mi estudio. A partir de los próximos días, comenzaré a publicar entradas con una periodicidad relativamente regular, siempre que las numerosas ocupaciones diarias que llenan nuestro tiempo cotidiano de engorrosos obstáculos me lo permitan. En todas ellas quiero tocar un tema fascinante: las aristocracias europeas. No se tratará de crónicas sociales, ni de divagaciones nobiliaristas; mi intención es muy diferente. Trataré, en este blog que concibo como un divertimento académico (que sin embargo, a la vez pretende informar científicamente), de departir acerca de la evolución, las transformaciones, los rasgos y las características de un estamento que tuvo en sus manos la historia europea prácticamente desde sus inicios hasta su desaparición como tal allá por el siglo XIX; y que incluso a día de hoy conserva buena parte de su relevancia y prestigio, fundamentalmente dentro del ámbito social. Me centraré en Europa, aunque ello no quiere decir que ocasionalmente no realice incursiones en otros espacios geográficos; y aunque mi espacio temporal predilecto será el correspondiente a la Edad Moderna, pasearé con comodidad por otros períodos históricos, tales como la Antigüedad, la Edad Media o la Contemporánea. Espero que este blog, finalmente, sirva para aquello para lo cual ha sido concebido: para divertirme y para divertirles; y para arrojar alguna luz y algún conocimiento acerca de esta fascinante élite social, hoy tan zarandeada por el paso de la Historia.

Juan Cartaya Baños
Universidad de Sevilla

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